Entramos en el parking de la plaza del Castillo, no había sitio en la primera planta, y nos bajamos a la segunda. Allí si había. Aparqué el coche, y salimos por la puerta del pasadizo de la Jacoba. Estábamos en la plaza del Castillo, frente al café Iruña. Conversábamos alegremente, mi mujer y yo. La plaza era un bullicio total, no era como en Sanfermines, pero casi. Las terrazas estaban todas abarrotadas, el día acompañaba, era un sábado de marzo con sol y muy buena temperatura. La gente paseaba, en grupitos, familias con niños, pandillas de amigos, parejas, te encontrabas con todo tipo de gente. La diversidad era la tónica general. Todos deambulábamos como si supiéramos donde íbamos, aunque el objetivo era pasear, sin rumbo fijo.
Nosotros llegamos a la altura de la calle Chapitela, dejamos
a nuestra derecha el hotel La Perla, y nos adentramos en la calle. Nuestro
ritmo era tranquilo, simplemente paseábamos. Me llamó la atención la joyería Víctor
Idoate, una joyería con una fachada preciosa, de estilo vintage, como se dice
ahora, pero esta era real, tenía por lo menos, 100 años, y la tienda más o
menos es del siglo XIX. Estaba hecha como de mármol blanco, y la parte de
arriba, y las dos puertas que tenía, en verde oscuro. El letrero con el nombre
de la joyería destacaba por encima de todo, con sus letras antiguas, y en
dorado, sobre fondo verde oscuro como el resto de la tienda. Y encima,
recogido, un toldo del mismo color. . En medio, un escaparate muy iluminado que
mostraba todo lo que vendía la tienda. Tenía justo encima, un piso Principal,
como en los edificios antiguos, muy bien decorado con unos toldos, en blanco
que cubrían sendas ventanas, y entre ambas, un letrero dorado muy elegante, que
ponía ‘Orfebrería’, sobre fondo rojo. El conjunto era precioso. Pero seguimos
paseando tranquilamente.

Llegamos a la calle Mercaderes, pero apenas entramos en ella, porque doblamos a nuestra izquierda, por la calle Calceteros, y seguimos nuestro paseo. Me sorprendió la cola que había en la puerta de un comercio, y cuando llegamos a la misma, comprobamos que era una pastelería, ‘Layana’ se llamaba, y era una confitería tradicional de Pamplona, famosa por sus pastas rellenas de mermelada, y por supuesto todo su surtido de dulces y confituras. La cola no hacía otra cosa que demostrar lo solicitada que estaba esa pastelería. Precisamente era esa cola, la que me quitó las ganas de comprar alguna pasta, pues me daba pereza estar un rato allí esperando, y preferimos seguir nuestro paseo. Pero tengo muy claro, que volveré a degustar alguna de esas deliciosas pastas de mermelada. Y seguimos nuestra marcha.
Llegamos a la plaza Consistorial y al girar la cabeza a
nuestra derecha, pudimos contemplar, majestuoso, el pequeño pero noble
ayuntamiento de Pamplona al fondo. Nos encaminamos hacia él, sorteando alguna
terraza que otra con mesas que había en la plaza, a la altura de la calle
Calceteros, que acabábamos de dejar atrás. Nos colocamos justo enfrente del
consistorio, y nos quedamos embelesados admirándolo. ¡Que bonita fachada!
Siempre que paso por allí, me la quedo mirando. Luego me he enterado de que es
de estilo rococó, con algunos detalles barrocos, como los hierros de los
balcones, muy recargados, y las preciosas estatuas que tiene la fachada, que
son la Prudencia, la Justicia, Hércules, y la Fama. Esta fachada por lo menos
es del siglo XVIII. Repito, nos quedamos un par de minutos, embelesados
admirando el edificio.

Por el empedrado del suelo, nos dimos cuenta de que estábamos justo en medio del recorrido del encierro. Y, ni cortos ni perezosos, como si fuéramos mozos, nos decidimos a seguirlo, en la misma dirección que los toros. Y nos adentramos en la calle Mercaderes. Nos quedamos admirados de ver que, por ese mismo suelo, corrían unos animales de 500 kilos, con unos pitones con puntas como agujas, en los días de San Fermín; y mas admirados todavía de imaginar que varios miles de mozos son capaces de correr junto a ellos en una carrera contra los astados, hasta llegar a la plaza de toros, demostrando un valor y un coraje, dignos de mención. Yo sería incapaz. Llegamos, por el transcurso de la calle Mercaderes, hasta la curva de Estafeta, famosa en el mundo entero, gracias al encierro. Y nos encaminamos cuesta arriba por la famosa calle. Como toda la mañana, el gentío era espectacular, gente por doquier, íbamos esquivando personal, por todos lados, era un no parar de desfilar personas, arriba y abajo, a derecha y a izquierda. En fin, que íbamos llegando a la zona de bares de la calle Estafeta, y era un buen momento para darle a la manduca.
No sabíamos donde parar, pues había mucho bar, pero yo,
guiado por mi instinto, pude comprobar desde fuera, que había un bar con un escudo muy grande en la fachada, con mucho
pincho en la barra, donde elegir, y eso me atrajo. Y ahí nos metimos. Era la
cervecería La Estafeta. ¡Que variedad de pinchos! Costaba elegir lo que comer.
Me pedí uno y una copa de vino, y nos salimos a la calle a sentarnos en un
banco que tiene pegado a la pared, que a pesar de la gente que deambulaba por
la calle, estaba libre; y allí nos lo comimos. Era una rebanada de pan con una
cama de loncha de jamón serrano, encima un pimiento del piquillo, un palillo
con un pedazo de chistorra, clavado en el pimiento, y lo coronaba, un huevo
frito de codorniz, delicadamente situado en la cima del pincho. Estaba
delicioso, me lo calentaron, y me lo comí muy a gusto. No era un pincho
extremadamente elaborado, es más, era muy sencillo, pero estaba sabroso, y me
sentó maravillosamente bien. Allí estuvimos sentados un rato hasta que nos
apeteció continuar el paseo.

Llegamos a la altura de la Travesía Espoz y Mina, y doblamos a la derecha para seguir recorriendo bares y terrazas, apiñadas de gente. Así alcanzamos la calle Espoz y Mina, y también doblamos a la derecha para tomar dirección de nuevo a la plaza del Castillo. Cuando vimos tanta gente agolpada en las terrazas de los bares y restaurantes que hay allí, nos decidimos coger la primera mesa que hubiera libre. Y eso fue en la terraza del bar El Kiosko. Allí fuimos un poco mas conservadores y no quisimos arriesgar, nos pedimos un pincho de tortilla cada uno, y una cervecita, y allí estuvimos un buen rato también. La tortilla también estaba buena, pero eso es normal, muchos bares en Pamplona hacen muy buenas tortillas. Esta sin duda, lo estaba. Mientras charlábamos mi mujer y yo de cosas diversas, disfrutábamos de uno de esos placeres que nos da la vida de vez en cuando; y para mí, el hecho de estar sentado en una terraza de la plaza del Castillo, tomando un pincho y una cerveza, es un placer inenarrable, que no se puede explicar con palabras, hay que estar allí. Solo ver el desarrollo de la vida pasar por delante de ti, la gente, una pareja cogida de la mano, una pandilla de chicas bien guapas y arregladitas ellas, un grupito de mujericas mayores, que lo que buscan es una mesa libre para sentarse a tomar el vermut; por ver esas escenas cotidianas, ya merece la pena estar allí sentado. Y por supuesto, disfrutar del buen tiempo que hace. En la mesa de al lado se sentó una pareja de padres recientes con un bebé de 15 días. Se les notaba embelesados con su hijito. Primero lo cogió el, y después ella, para darle el pecho; era una escena muy tierna.
Pero llegó el momento de levantarnos, y nos dirigimos al
otro lado de la plaza del Castillo: a la calle San Nicolás. Por supuesto, la
calle estaba como siempre, abarrotada, de gente, y fuimos haciéndonos hueco
como pudimos. Pero merecía la pena. Sabíamos el destino. Íbamos al bar Rio, a
tomarnos un huevo. Quiero recalcarlo, no he probado delicatesen mas deliciosa
que el huevo del Rio. Es algo sublime, un rebozado con harina de tempura,
espectacular, la bechamel, deliciosa, y en el centro del frito, un trozo de
huevo duro, que, mezclado con todo el conjunto, convierten el bocado en una explosión
de sabor delicadamente preparado, y de paladar excelso. Como yo lo llamo, una
delicatesen. Y simplemente es un frito de huevo, ¡pero que huevo! Los
seguidores del bar Rio, que, seguro que son legión, me entenderán.

Así acabó nuestro paseo, nos fuimos de nuevo al parking, cogimos el coche, y salimos de allí en dirección a casa. La experiencia había sido maravillosa, como siempre que visitamos Pamplona. Me encanta esta ciudad, es pequeña y coqueta, pero destila encanto por los cuatro costados.
¡¡Hasta la próxima!!
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