leo dando ordenes

La memoria que no muere

Capítulo 4.- La Voz que no era suya

La tarde caía sobre Valdemira con un cielo plomizo. No llovía, pero el aire olía a tierra húmeda y a hierro oxidado de los columpios del parque. Los niños corrían, gritaban, se perseguían entre risas. Había una algarabía infantil, normal por otra parte, a esas horas de la tarde. Pero Leo no corría. Se había detenido en medio del grupo, erguido, con la espalda recta y la mirada fija. Su voz cortó el bullicio como un látigo:
—¡Vosotros dos, aquí! ¡No os mováis hasta que yo lo diga!

Los pequeños se miraron entre sí, desconcertados, pero obedecieron. Si se trataba de un nuevo juego, estaban dispuestos a jugar. Leo continuó, con un tono que no pertenecía a un niño de nueve años:
—¡El caos es debilidad! ¡La disciplina es fuerza! Con su gesto serio, y decidido, exclamó impactando en sus compañeros de juegos, que se quedaron sorprendidos.

La imagen había sido vista por Elena, desde la ventana de casa, y sintió un nudo en el estómago. La escena parecía arrancada de otro tiempo. El eco de esas palabras resonaba en su memoria como si no fueran de su hijo, sino de alguien que hablaba a través de él. El patio entero se volvió más silencioso, como si los demás niños intuyeran que algo extraño estaba ocurriendo. Un ambiente de inquietud y misterio se adueñó del patio en aquel momento.

Un nuevo episodio de intranquilidad, el de la voz de Leo, incomodó, más aún si cabe, la ya de por sí, inquieta vida de Elena. Tenía que seguir investigando a Leo, pues tenía que averiguar qué es lo que pasaba. Esa libreta en la que dibujaba sus vivencias o inquietudes estaba viva. Cada día que pasaba, generaba más angustia, más ansiedad. Las imágenes que iba añadiendo aumentaban más la presión.

pagina con el aguila

Esa noche, cuando Leo ya dormía, Elena se acercó a su escritorio. La lámpara de mesa proyectaba un círculo de luz amarillenta sobre la libreta. Al abrirla, las páginas mostraron un dibujo inquietante: una sala con micrófonos antiguos, alineados como soldados mudos. Sobre ellos, un águila trazada con mano insegura pero reconocible. Debajo, escrito con letra infantil pero firme:
“La voz guía al pueblo.”

El papel olía a polvo y a humedad, como si tuviera mucho tiempo. Elena cerró la libreta de golpe, como si quemara. El silencio de la casa se volvió más intenso, y hasta el tic-tac del reloj pareció detenerse. Se quedó sentada, mirando la libreta cerrada, con la sensación de que alguien más estaba en la habitación.

Al día siguiente, Margarethe Voss apareció en la pantalla del portátil. Se estaba involucrando en el caso de Leo, y tenía mucho interés en lo que le ocurría. Su rostro estaba iluminado por la luz fría de su despacho en Berlín, detrás de ella una pared cubierta de estanterías con volúmenes antiguos.
—He encontrado algo —dijo, con voz grave—. Es una grabación de 1938. La voz de Hitler en un mitin. Quiero que la escuches.

Elena dudó, pero finalmente reprodujo el archivo. La voz retumbó en la habitación: áspera, autoritaria, cargada de fervor. Las paredes parecían vibrar con cada palabra. Leo, desde su cuarto, entró despacio, con los ojos muy abiertos. Se quedó quieto, como hipnotizado. Y de pronto, repitió la frase exacta, con el mismo tono:
“¡El caos es debilidad!” ¡No parecía el, no era su voz, no era el...!

Elena se llevó la mano a la boca.
—¿Cómo… cómo sabes eso? —preguntó, temblando.
Leo la miró con calma inquietante, la luz del monitor reflejándose en sus pupilas.
—No lo sé.

El silencio que siguió fue más aterrador que la frase.

margarethe descubre algo

Esa noche, Margarethe, la historiadora germana, cuya curiosidad le podía, buscó en sus propios archivos. El despacho olía a papel viejo y a café frío. Entre carpetas polvorientas encontró un documento olvidado: una carta de un psiquiatra alemán de los años 50. El informe describía casos de niños que repetían discursos, gestos y frases de líderes muertos. Margarethe leyó en voz baja:
“No recuerdan. Son activados.”

El papel temblaba en sus manos. El eco de las palabras de Leo resonaba en su cabeza. ¿Será él uno de esos portadores? La historiadora sintió que el aire del despacho se volvía más pesado, como si alguien la observara desde las sombras.

Mientras tanto, en el vecindario, un anciano exiliado republicano observaba desde su balcón. El humo de su cigarrillo se mezclaba con la bruma de la tarde. Vio a Leo dar órdenes a los niños y murmuró:
—Ese gesto…yo lo he visto antes. -Un escalofrío recorrió su columna vertebral. Un mal presagio le vino a la mente. El recuerdo de discursos en Alemania, de uniformes y banderas, volvió como un golpe. Dudó si hablar con Elena. ¿Quién le creería? Esa noche, el anciano escribió en un cuaderno: “El niño no juega. El niño recuerda.” Y los recuerdos mas horribles de su vida, acudieron esa noche a su mente dormida.

Esa misma noche, Elena intentó hablar con Leo mientras cenaban. La cocina estaba iluminada por una bombilla amarillenta, y el olor a sopa llenaba el aire.
—Cariño, ¿de dónde sacas esas frases? —preguntó, con voz temblorosa.
Leo sonrió, con un gesto extraño, casi adulto.
—No son mías. Son de él.

en la cocina
—¿De quién? —insistió Elena, con la voz rota.
Leo bajó la mirada hacia la libreta, que descansaba sobre la mesa.
—Pronto lo sabrás. ¡Volvió esa maldita voz!

Elena sintió que la cocina se volvía más fría. El reloj marcaba las diez, pero el tiempo parecía detenido. El sonido de la cuchara contra el plato se convirtió en un eco metálico que la hizo estremecer.

Más tarde, Elena lo encontró dibujando en la libreta. Una figura de espaldas, con uniforme, se repetía en varias páginas. La habitación estaba en penumbra, iluminada solo por la luz tenue de la lámpara. Leo levantó la vista. Sus ojos, oscuros y fijos, no eran los de un niño.
—Pronto hablaré —susurró.

Elena retrocedió un paso. De nuevo esa voz. Era de otra persona, más adulta, más siniestra. Una voz que no debía estar allí.

Se quedó en el umbral, incapaz de moverse. El dibujo parecía cobrar vida: la figura de espaldas se giraba lentamente en su imaginación, como si estuviera a punto de enfrentarse a ella. El aire se volvió irrespirable. Elena sintió que el pasado estaba entrando en su casa, que las paredes se estrechaban, que la libreta era una puerta abierta hacia algo que nunca debió regresar.

Leo volvió a bajar la mirada, y con calma escribió una última frase:
“La memoria no muere. Solo espera.”

Elena cerró los ojos. Supo que el verdadero capítulo apenas comenzaba. 

Continuará...


leo en su cuarto


¡¡Hasta la próxima!!

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