La memoria que no muere
CapÃtulo 5.- El dictamen del especialista
La nieve caÃa sobre BerlÃn como un manto de ceniza. No era la nieve limpia de postal, sino una mezcla grisácea que se acumulaba en las aceras, impregnada de hollÃn y humedad. Los transeúntes caminaban con la cabeza gacha, envueltos en abrigos pesados, como si cada paso fuese una batalla contra el viento helado que soplaba desde el Spree.
Margarethe Voss avanzaba con determinación por la avenida Unter den Linden, el cuello del abrigo levantado, la bufanda apretada contra la garganta. En su bolso llevaba la libreta de Leo, ese objeto que se habÃa convertido en el epicentro de un misterio que la desbordaba. El niño caminaba a su lado, con las manos metidas en los bolsillos y los ojos fijos en el suelo, como si la ciudad no existiera para él.
El Instituto de NeuroarqueologÃa se alzaba al final de la calle, un edificio de piedra oscura, con columnas que recordaban a un templo antiguo. En las ventanas, la luz amarillenta apenas lograba vencer la penumbra del invierno. Margarethe se detuvo un instante frente a la puerta, respiró hondo y recordó la conversación con Elena, semanas atrás, en Valdemira.
-No puedo ir, Margarethe. Aquà me necesitan, aquà debo proteger lo poco que nos queda. Tú eres la única que puede llevarlo a Alemania. Tengo plena confianza en ti. Yo me quedaré en Valdemira, aunque me parta el alma.
La voz de Elena resonaba en su memoria como un eco doloroso. HabÃa sido una decisión desgarradora: dejar a su hijo en manos de una historiadora alemana, confiar en que aquel viaje servirÃa para desentrañar un secreto que amenazaba con devorarlos. Elena se habÃa quedado en Valdemira, atrapada entre el miedo y la rutina, mientras Leo emprendÃa un camino que lo llevarÃa al corazón de un enigma histórico.
Margarethe apretó el bolso contra su costado y empujó la puerta del instituto. El interior era un mundo distinto: pasillos silenciosos, vitrinas con cráneos antiguos, documentos amarillentos bajo cristales, lámparas que proyectaban sombras largas sobre las paredes. El aire olÃa a polvo y a papel viejo.
En la sala de espera, Leo se sentó en una silla de madera y abrió la libreta. Sus dedos recorrieron las páginas con una calma inquietante, como si buscara algo que ya sabÃa que estaba allÃ. Margarethe lo observó, incapaz de descifrar la expresión de su rostro.
El reloj de pared marcaba las diez en punto cuando la puerta del despacho se abrió. Un hombre alto, de cabello gris y mirada penetrante, apareció en el umbral. VestÃa un traje oscuro, impecable, y sostenÃa un cuaderno de notas en la mano.
-Frau Voss -dijo con voz grave-. Bienvenida. Y este debe ser Leo.
Margarethe se levantó, estrechó la mano del doctor Klaus Reiter y sintió el frÃo metálico de sus dedos. El especialista los invitó a pasar al despacho, un lugar amplio, con estanterÃas repletas de libros y un escritorio cubierto de documentos. En la pared, un retrato en blanco y negro de Carl Gustav Jung parecÃa observarlos con severidad.
Leo entró sin levantar la vista, se sentó en la silla frente al escritorio y cerró la libreta. Reiter lo miró con atención, como quien examina un objeto raro, y luego se volvió hacia Margarethe.
¿Está segura de querer saber lo que hay en esa mente? -preguntó.
Margarethe tragó saliva.
-No tengo elección, doctor.
Reiter asintió lentamente, abrió su cuaderno y comenzó a escribir. El silencio del despacho era tan denso que parecÃa un muro. Afuera, BerlÃn seguÃa cubierta de nieve, pero dentro de aquella sala se respiraba un aire distinto: el preludio de una revelación que cambiarÃa el curso de la historia.
Margarethe, en ese momento de pausa, aprovechó para echarle un vistazo a su alrededor. El despacho del Dr. Klaus Reiter era un santuario de silencio. Las paredes estaban cubiertas de estanterÃas que se alzaban hasta el techo, repletas de volúmenes encuadernados en cuero, informes médicos, tratados de psicologÃa y filosofÃa. En el centro, un escritorio de roble macizo, pulido por los años, sostenÃa una lámpara de pantalla verde que proyectaba una luz cálida sobre los papeles apilados. El aire olÃa a polvo antiguo y a tinta seca, como si cada objeto allà dentro guardara un secreto.
Leo, sentado frente al escritorio, con la espalda recta y las manos apoyadas sobre la libreta cerrada. Sus ojos, oscuros y serios, se fijaron en el doctor con una calma que resultaba inquietante. Margarethe, a su lado, intentaba disimular la tensión, pero sus dedos se entrelazaban nerviosos sobre el regazo.
Reiter se acomodó en su sillón de cuero, cruzó las manos y observó al niño durante largos segundos, sin decir nada. El silencio se volvió tan espeso que Margarethe sintió la necesidad de intervenir, pero el doctor levantó una mano para detenerla.
-Leo -dijo finalmente, con voz grave y pausada-. ¿Sabes por qué estás aquÃ?
El niño lo miró sin pestañear.
-Porque quieren saber qué recuerdo.
Margarethe se estremeció. La frase habÃa salido de su boca con una naturalidad desconcertante, como si no fuera la primera vez que la pronunciaba. Reiter inclinó la cabeza, tomó su cuaderno y anotó algo con rapidez.
-¿Y qué recuerdas? -preguntó, modulando la voz como quien tantea un terreno peligroso.
Leo bajó la mirada hacia la libreta, acarició la tapa con los dedos y
respondió:
-No son recuerdos mÃos. Son de él.
Margarethe sintió un escalofrÃo recorrerle la espalda. Reiter se inclinó hacia adelante, sus ojos brillaban con una mezcla de fascinación y temor.
-¿Quién es “él”? -preguntó con suavidad.
Leo levantó la vista. Su expresión era la de un adulto atrapado en el rostro
de un niño.
-El que hablaba a las multitudes. El que gritaba desde los balcones. El que no
olvidaba nada.
El silencio volvió a caer sobre la sala. Margarethe apretó los labios, incapaz de reaccionar. Reiter se recostó en su sillón, respiró hondo y escribió varias lÃneas en su cuaderno. Luego se levantó y caminó lentamente hacia la ventana, donde la nieve caÃa sobre BerlÃn como un telón de fondo para aquella revelación.
-Leo -dijo, sin girarse-. ¿Has soñado alguna vez con lugares que no conoces?
El niño asintió.
-SÃ. Salones grandes, con banderas rojas con cruces. Voces que me siguen. Y un
reloj que siempre marca las diez.
Margarethe cerró los ojos. El reloj. El mismo detalle que habÃa aparecido en la cocina de Valdemira, en la libreta, en las frases que Leo repetÃa como mantras. Reiter se volvió hacia ellos, con el rostro serio, y se acercó de nuevo al escritorio.
-Quiero que me digas exactamente qué escuchas en esos sueños.
Leo respiró hondo, como si se preparara para un discurso.
-Escucho pasos. Escucho gritos. Escucho mi propia voz diciendo que no
recuerdan, que son activados.
Margarethe se llevó una mano al pecho. Reiter dejó caer la pluma sobre el escritorio y se quedó inmóvil, observando al niño como si estuviera frente a un fenómeno imposible. El despacho entero parecÃa haberse encogido, atrapado en el eco de aquellas palabras.
El doctor se inclinó hacia Margarethe y habló en un susurro:
-Este niño no está inventando nada. Lo que dice… lo que recuerda… pertenece a
alguien más.
Margarethe lo miró con incredulidad.
-¿Está insinuando que…?
Reiter la interrumpió con un gesto brusco.
-No insinúo. Constato. Y lo que constato es demasiado peligroso para ser
ignorado.
Leo, ajeno a la tensión, abrió la libreta y comenzó a escribir con calma. Margarethe se inclinó para ver lo que trazaba: sÃmbolos, palabras, frases inconexas que poco a poco se ordenaban en una estructura reconocible. Reiter se levantó de nuevo, se acercó y observó el cuaderno. Sus ojos se abrieron con asombro.
-Esto… -murmuró-. Esto es un discurso.
Leo levantó la mirada y sonrió apenas, con una serenidad que heló la sangre de
Margarethe.
-No es mÃo. Es de él.
El Dr. Klaus Reiter condujo a Margarethe y a Leo por un pasillo estrecho, iluminado por lámparas de neón que zumbaban con un sonido eléctrico. Las paredes estaban cubiertas de paneles metálicos y puertas numeradas, como si se tratara de un laboratorio secreto. El aire era frÃo, casi clÃnico, y olÃa a desinfectante.
Al final del pasillo, una sala amplia se abrÃa como un escenario preparado para un experimento. En el centro, una mesa metálica con varios dispositivos: electrodos, cables, pantallas que mostraban lÃneas verdes en movimiento, y una grabadora antigua, de carrete abierto, que parecÃa sacada de otra época. Reiter hizo un gesto para que Leo se sentara en la silla frente a la mesa.
Margarethe se quedó de pie, con los brazos cruzados, observando cada detalle. El corazón le latÃa con fuerza, consciente de que estaba a punto de presenciar algo que escapaba a toda lógica.
-Leo -dijo Reiter, ajustando los electrodos sobre la cabeza del niño-, quiero que te relajes. Solo vamos a hacer unas pruebas sencillas.
El niño asintió, sin mostrar miedo. Sus ojos permanecÃan fijos en el doctor, como si supiera exactamente lo que iba a ocurrir.
La primera prueba fue de asociación libre. Reiter pronunciaba palabras al
azar, y Leo debÃa responder con lo primero que le viniera a la mente.
-“Nieve.”
-“Invierno.”
-“Alemania.”
-“Patria.”
-“Multitud.”
Leo levantó la cabeza y dijo con voz firme:
-“Obediencia.”
Margarethe se estremeció. Reiter anotó rápidamente en su cuaderno, sin levantar la vista.
La segunda prueba consistió en mostrarle imágenes: fotografÃas de paisajes,
edificios, rostros. Leo reaccionaba con calma hasta que apareció la imagen de
un balcón en la plaza de Núremberg. Sus pupilas se dilataron, su respiración
se aceleró, y murmuró:
-“Ahà estaba yo.”
Margarethe dio un paso atrás, como si las palabras hubieran sido un golpe
fÃsico.
-¿Qué has dicho, Leo? -preguntó con voz temblorosa.
El niño la miró con serenidad.
-No soy yo. Es él.
Reiter se inclinó hacia la grabadora y la puso en marcha. El carrete comenzó a
girar lentamente, emitiendo un zumbido constante.
-Leo, quiero que hables. Lo que sea. Lo que te venga a la mente.
El niño cerró los ojos. Su voz cambió de tono, se volvió más grave, más
cadenciosa.
-“El pueblo no recuerda. El pueblo obedece. El pueblo espera la señal.”
Margarethe se llevó las manos a la boca. Reiter, con el rostro pálido, observaba las ondas en la pantalla: patrones idénticos a los que habÃa visto en grabaciones antiguas de discursos de Hitler.
-Esto no puede ser… -murmuró.
Leo abrió los ojos y sonrió apenas.
-“No recuerdan. Son activados.”
El silencio que siguió fue insoportable. Margarethe sintió que el aire se volvÃa más pesado, como si la sala estuviera atrapada en un tiempo distinto. Reiter apagó la grabadora de golpe, se levantó y caminó hacia la ventana. Sus manos temblaban.
-Frau Voss -dijo al fin, con voz quebrada-. Lo que hay en este niño… no es una coincidencia.
Margarethe se acercó a Leo, lo abrazó por los hombros, pero él permaneció inmóvil, con la mirada fija en la libreta que descansaba sobre la mesa. En la portada, las palabras parecÃan arder en silencio: La memoria no muere, solo espera.
El despacho de Reiter estaba en penumbra. La lámpara de pantalla verde iluminaba apenas el escritorio, mientras la nieve seguÃa cayendo sobre BerlÃn, invisible tras los cristales empañados. Margarethe permanecÃa sentada frente al doctor, con las manos crispadas sobre el regazo. Leo, a su lado, hojeaba la libreta con una calma que resultaba insoportable.
Reiter se levantó, caminó lentamente hacia la ventana y permaneció allÃ, de espaldas, durante largos segundos. Su silueta parecÃa más pesada, como si las palabras que estaba a punto de pronunciar fueran una carga imposible de sostener. Finalmente, se giró y regresó al escritorio.
-Frau Voss -dijo con voz grave-. Lo que he visto en este niño no puede explicarse con términos convencionales.
Margarethe lo miró, incrédula.
-¿Qué quiere decir?
Reiter abrió su cuaderno y lo colocó sobre la mesa. Las páginas estaban llenas
de anotaciones, sÃmbolos, frases subrayadas.
-He comparado sus respuestas, sus gestos, incluso la cadencia de su voz, con
registros históricos. No hay margen de error.
Margarethe se inclinó hacia adelante, con el corazón golpeando en su pecho.
-¿Está insinuando que…?
El doctor la interrumpió con un gesto brusco.
-No insinúo nada. Dictamino. Este niño porta la memoria de Adolf Hitler.
El silencio que siguió fue tan denso que parecÃa absorber el aire de la sala. Margarethe se llevó una mano a la boca, incapaz de articular palabra. Leo levantó la vista de la libreta y la miró con serenidad, como si la revelación no le sorprendiera en absoluto.
-No es mÃo -dijo con calma-. Es de él.
Reiter cerró los ojos, como si esas palabras confirmaran lo que ya sabÃa.
-He dedicado mi vida a estudiar la persistencia de patrones mentales, Frau
Voss. Pero nunca habÃa visto algo asÃ. No estamos hablando de recuerdos
aislados, ni de simples coincidencias. Estamos hablando de una memoria
completa, intacta, que ha encontrado un nuevo huésped.
Margarethe se levantó de golpe, comenzó a caminar por la sala, con las manos
en el cabello.
-Esto es imposible… ¡imposible!
Reiter la observó con severidad.
-Lo imposible es lo que nos define como especie. La memoria no muere. Solo
espera.
Leo repitió la frase en voz baja, como un eco:
-Solo espera.
Margarethe se detuvo, lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
-¿Y qué se supone que debemos hacer ahora?
Reiter se recostó en su sillón, con el rostro sombrÃo.
-Ocultarlo. Protegerlo. Porque si esto llega a la prensa… será como si Hitler
hubiera resucitado.
Margarethe se dejó caer en la silla, agotada. Leo volvió a escribir en la libreta, trazando palabras que parecÃan dictadas por una voz invisible. Reiter lo observó en silencio, consciente de que el secreto que acababan de compartir era demasiado grande para permanecer oculto por mucho tiempo.
Continuará...
¡¡Hasta la próxima!!
P.D.: Si quieres suscribirte al blog, para estar informado de todo lo que ocurra en él, pulsa en este enlace, y rellena el formulario que te sale. No te preocupes, no cuesta nada. Es muy fácil. Solo tienes que poner tu nombre y una dirección de correo electrónico. Nada más. Hazlo y te lo agradeceré eternamente. Gracias.
0 Comentarios
Comenta lo que quieras. Pero sin insultar, y siempre con respeto