La Memoria que no muere
Capítulo 3.-El nombre que no estaba
Elena no había salido de casa en dos días. La libreta de Leo descansaba sobre la mesa del comedor, abierta por la página del dibujo. El cuartel nevado, la torre, la bandera nazi. Y debajo, la frase escrita con trazo infantil: “No quiero volver allí.”
La calefacción murmuraba en las paredes, pero Elena sentía frío. No era físico. Era otra cosa. Como si el aire estuviera lleno de algo que no se podía ver, pero se notaba. Estaba inquieta, nerviosa, no sabía que hacer, donde buscar, donde mirar.
Encendió el portátil. Tecleó Eva Braun. Luego Berghof. Luego Obersalzberg. Las imágenes aparecieron como fantasmas: la residencia alpina, las montañas, los uniformes. Y entonces, una fotografía en blanco y negro la detuvo. Era una toma aérea del Berghof. La fachada, la torre, la bandera. Todo coincidía con el dibujo de Leo.
—No puede ser —susurró.
Amplió la imagen. Comparó cada línea, cada sombra. El dibujo no era una invención. Era una reproducción. Pero Leo no había visto esa foto. No podía haberla visto.
Cuando se cansó de buscar, y navegar por internet, seguía teniendo la misma curiosidad y la misma angustia, pero era incansable al desaliento, debía seguir buscando lo que le ocurría a su hijo. Y esa noche decidió buscar en otro sitio.
La biblioteca municipal de Valdemira olía a papel viejo y barniz. Elena pidió libros sobre la Segunda Guerra Mundial. La bibliotecaria, una mujer de pelo blanco y voz suave, le entregó tres volúmenes gruesos.
—¿Algún tema en particular?
—Residencias nazis. El Berghof. Y los que vivieron allí.
La mujer la miró con curiosidad, pero no preguntó más.
Elena se sentó en una mesa junto a la ventana. Afuera, la lluvia golpeaba el cristal con ritmo irregular. Abrió el primer libro. Pasó páginas. Fotografías, mapas, listas de nombres. Y entonces, en una doble página, encontró una imagen del Berghof desde el mismo ángulo que el dibujo.
Pero había una diferencia.
En el dibujo de Leo, junto a la torre, había una figura. Un hombre. De pie, con las manos detrás de la espalda. En la fotografía, ese espacio estaba vacío.
Elena sintió un escalofrío.
Volvió a casa con los libros bajo el brazo. Se sentó frente a la libreta. Pasó las páginas, una a una. Algunas estaban en blanco. O eso parecía.
Tomó una linterna. La inclinó sobre el papel. Y entonces lo vio: en una página aparentemente vacía, había una inscripción escrita con lápiz muy tenue, casi borrado por el tiempo.
Kurt M.
No había apellido. Solo una inicial. Pero el trazo era firme. No parecía escrito por un niño.
Buscó el nombre en los libros. Nada. En internet. Nada. En los registros del Berghof. Nada.
Kurt M. no existía. Pero Leo lo había escrito. ¿De donde lo había sacado? Quizá fuera producto de su imaginación. O quizá no...
En su intento por buscar mas explicaciones a la situación de su hijo, tomó una decisión importante, debía buscar algún experto en la materia, que le diera algún tipo de explicación sobre lo que estaba mostrando su hijo.
Elena encontró el contacto de una historiadora alemana especializada en testimonios de guerra. Se llamaba Margarethe Voss, y vivía en Hamburgo. Quizá era ella, la que le podía dar alguna información. Le escribió un correo breve, adjuntando una foto del dibujo y la página con el nombre.
No esperaba respuesta inmediata. Pero a las dos horas, recibió una videollamada.
—¿Señora Elena? Soy Margarethe Voss. He visto su mensaje.
La voz era firme, en español, con un acento alemán marcado pero claro.
—Gracias por responder. No sé si esto tiene sentido, pero mi hijo ha dibujado algo que coincide con el Berghof. Y ha escrito un nombre que no aparece en ningún registro: Kurt M.
Hubo un silencio al otro lado.
—¿Puede describirme el dibujo?
Elena lo hizo. Detalló la torre, la bandera, la figura junto al edificio.
—¿Y el niño? ¿Qué edad tiene?
—Nueve años. Nunca ha estudiado alemán. Nunca ha visto esas fotos.
Margarethe respiró hondo.
—Ese nombre… Kurt M. no aparece en los archivos oficiales. Pero sí en los testimonios.
—¿Qué tipo de testimonios?
—De supervivientes. De soldados. De personal doméstico. Hablan de un hombre que vivía en el Berghof, pero que no tenía rango. No aparecía en las listas. Era… una sombra. Algunos lo llamaban ‘el vigilante’. Otros, ‘el que susurra’. Nadie sabía su apellido. Solo Kurt M.
Elena sintió que el suelo se movía bajo sus pies.
—¿Y qué hacía allí?
—No lo sabemos. Aún sigue siendo un misterio. Pero hay algo más.
Margarethe hizo una pausa.
—En uno de los testimonios, una mujer que trabajó en la cocina del Berghof dijo que Kurt M. tenía una obsesión: hablaba con un niño. Un niño que no existía. Decía que ese niño era “el futuro”. Que lo escuchaba por las noches. Que le dictaba cosas. Era como un amigo imaginario. Lo teniamos como un loco excéntrico. Pero ahora, no se...
Elena no respondió. No podía.
—¿Está segura de que su hijo no ha leído nada de esto?.- le volvió a preguntar Margarethe.
—Segura.
—Entonces, señora Elena… Parecerá algo irreal, lo que le voy a decir, pero no encuentro otra explicación. Creo que su hijo está recordando algo que no le pertenece. Algo que no debería recordar.
La última frase fue lapidaria. La dejó petrificada. No es porque ella ya lo estuviera sospechando, que también. Si no porque por fin, alguien también pensaba lo mismo.
Esa noche, Elena entró en la habitación de Leo. El niño dormía, con la libreta sobre el pecho. Murmuraba algo. En alemán.
Se acercó. Escuchó.
—Er wird kommen. Er wird sprechen. Er wird führen.
Elena retrocedió. No entendía el idioma, pero lo anotó. Lo tradujo más tarde.
"Él vendrá. Él hablará. Él guiará."
Y entonces, definitivamente, lo confirmó.
Leo no estaba solo.
Continuará…
¡¡Hasta la próxima!!
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