libreta de Leo

La Memoria que no muere

Capítulo 2.-La libreta del hospital.

Elena no había dormido. Desde que Leo pronunció aquel nombre —Eva Braun— en medio de una conversación trivial, algo se había quebrado en su interior. No era miedo exactamente. Quizá también, pero, era otra cosa. Una grieta. Una sospecha que no encontraba forma ni lógica, pero que se instalaba como una humedad persistente en las paredes del pensamiento. Su cabeza daba vueltas y mas vueltas, y no salía de ese bucle.

El pediatra, prudente pero preocupado, había recomendado un ingreso breve en el hospital de Valdemira para realizar una observación neurológica. “Solo por protocolo”, había dicho. “Para descartar cualquier alteración del sueño, del lenguaje, o de la memoria.” Pero Elena sabía que no era solo eso. Lo que su hijo decía —y cómo lo decía— no encajaba en ningún protocolo. Era como si hablara desde otro lugar. Desde otra época.

El hospital de Valdemira era pequeño, casi doméstico. Las habitaciones tenían cortinas de lino y las enfermeras se llamaban por su nombre de pila. Leo había sido ingresado la tarde anterior, sin urgencia, pero con una mezcla de cautela y desconcierto por parte del equipo médico. No había fiebre, ni convulsiones, ni síntomas físicos evidentes. Pero lo que decía —y cómo lo decía— había bastado para activar el protocolo.

A las ocho de la mañana, cuando el sol apenas comenzaba a colarse por las persianas, el doctor Medina, entró en la habitación con una expresión que Elena no supo descifrar. La preocupación fue a más.

—¿Puedo hablar contigo un momento? —preguntó, señalando el pasillo.

Leo dormía. Su respiración era regular, pero sus párpados temblaban como si soñara con algo que no quería mostrar. Elena le echó un último vistazo, y salió al pasillo con el médico.

El doctor Medina le tendió una libreta.

—Estaba en su mochila. Pensamos que era un cuaderno de dibujos, pero… bueno, mejor míralo tú.

Elena abrió la libreta. Las primeras páginas estaban llenas de garabatos infantiles: casas, árboles, un perro. Pero a partir de la página cinco, el trazo cambiaba. Las líneas eran más firmes. Las palabras, escritas con letra pequeña y apretada, estaban en alemán.

—¿Tú sabías que Leo hablaba alemán? —preguntó Medina.

—No —respondió Elena, sin apartar la vista del papel—. Nunca ha estudiado alemán. Ni en casa, ni en el colegio.

—Pues escribe como si lo hubiera hecho toda su vida. Hemos consultado a una enfermera que vivió en Berlín. Dice que algunas frases son… ¡inquietantes!

Elena pasó las páginas. En una de ellas, un dibujo: un edificio rectangular, con una torre en el centro y una bandera ondeando, con algo similar a una esvástica en el centro. Bajo el dibujo, una frase escrita con trazo firme:

“Der Kommandant ist nicht zurückgekehrt.”
El comandante no ha regresado.

charla con el medico

Otra página mostraba un mapa rudimentario, con líneas que parecían calles, y nombres que no reconocía: Wilhelmstraße, Unter den Linden, Charlottenburg.

—¿Qué significa esto? —susurró Elena, más para sí que para el médico.

—No lo sé. Pero no es normal. Y no quiero alarmarte, pero… quizá deberíamos consultar a alguien. Un neurólogo. O un historiador. Por que esto parecen datos históricos. Algo que ya ha pasado... ¡Y no me gusta nada!

Elena cerró la libreta con cuidado, como si temiera que el contenido pudiera escapar.

—Déjamela. Quiero leerla con calma.

Medina asintió. Antes de irse, añadió:

—Y Elena… si notas algo más, cualquier cosa, dímelo. A veces los niños… recuerdan cosas que no deberían. ¿Lo harás?

Elena asintió con la cabeza, pero sus pensamientos no estaban en ella.

Esa misma tarde, Elena esperaba sentada en el pasillo, con la libreta entre las manos. El doctor Medina salió de la sala de informes con gesto sereno, pero no indiferente. Se acercó despacio, como si midiera cada palabra antes de pronunciarla.

—No hemos encontrado nada —dijo, sin rodeos—. Los análisis son normales. Las pruebas neurológicas, también. Leo está bien.

Elena asintió, sin levantar la vista.

—¿Y lo que escribe?

Medina se tomó un segundo. Luego se sentó a su lado.

—No es clínico. No es patológico. Pero tampoco es común. No puedo darte un diagnóstico, Elena. Solo una certeza: tu hijo está sano. Lo demás… no sé si nos corresponde.

Elena apretó la libreta contra su pecho. Era como si el hospital le devolviera a Leo intacto, pero con algo más. Algo que no se podía medir ni tratar.

—¿Puedo llevármelo?

—Claro. Y la libreta también. Tal vez tú encuentres algo que nosotros no sabemos buscar.

Y allí terminó la estancia de Leo en el hospital. Volvieron a casa

Esa noche, Elena no encendió la televisión. Tampoco puso música. El silencio era más útil. Más honesto. Se sentó en la cocina con la libreta abierta sobre la mesa, como si fuera un animal dormido que podía despertar en cualquier momento.

Elena esta investigando

La luz del flexo caía sobre las páginas con una calidez artificial. Leo dormía en la habitación contigua, y cada sonido —el crujido de la madera, el zumbido del frigorífico— parecía amplificado por la tensión que se había instalado en la casa.

Elena empezó a leer. No entendía el alemán, pero algunas palabras se repetían: Kommandant, Schnee, Befehl, Valdemira. Esa última la detuvo. ¿Valdemira? ¿Escribía el nombre del pueblo en alemán?

Buscó en internet. Usó un traductor. Algunas frases eran fragmentarias, pero otras parecían sacadas de un diario militar. Una decía:

“La nieve cubre el patio. El comandante no ha regresado. El niño no debe hablar.”

Otra:

“El cuartel está en silencio. Solo se oye el reloj.”

Elena sintió un escalofrío. No por las frases en sí, sino por el tono. No eran frases inventadas por un niño. Eran recuerdos. O algo que se parecía demasiado.

Abrió una nueva pestaña. Buscó “cuarteles en Berlín, 1943”. Aparecieron imágenes, mapas, documentos. Uno de ellos —un informe escaneado del archivo federal alemán— contenía una frase idéntica a la que Leo había escrito. Palabra por palabra.

“Der Kommandant ist nicht zurückgekehrt.”

No quiero volver allí

Elena se levantó. Caminó por la casa como si necesitara comprobar que todo seguía en su sitio. Tocó los marcos de las puertas, miró por la ventana. Afuera, la calle estaba vacía. El pueblo dormía. Pero ella no podía.

Volvió a la cocina. En la última página escrita de la libreta, encontró algo distinto. Una frase en español, con letra más temblorosa:

“No quiero volver allí.”

Allí. ¿Dónde era “allí”? ¿El hospital? ¿El sueño? ¿Otra vida? ¿Me estaré volviendo loca?

Elena cerró la libreta. La sostuvo entre las manos como si fuera un objeto frágil, pero también peligroso. Algo que podía romperse o explotar. Algo que no debería existir.

Entró en la habitación de Leo. Dormía. Su rostro estaba tranquilo, pero sus manos se movían levemente, como si acariciara algo invisible. Elena se sentó a su lado. Lo observó durante minutos, tal vez horas. No lo sabía.

En algún momento, Leo abrió los ojos. No se sobresaltó. No dijo nada. Solo la miró.

—¿Estás bien? —preguntó Elena, con voz baja.

Leo asintió. Luego, sin que ella lo esperara, dijo:

—No era un sueño. Era invierno.

Elena no respondió. No podía. Solo lo abrazó. Y en ese abrazo, sintió que algo se había roto. O tal vez algo acababa de empezar.

Continuará...

epílogo del capitulo 2 

¡¡Hasta la próxima!!

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