Leo en Valdemira

La Memoria que no muere

Capítulo 1.- El niño que soñaba en alemán.

Valdemira era un pueblo que parecía olvidado por el tiempo. Encajado entre colinas suaves y bosques de robles, sus calles empedradas serpenteaban entre casas de piedra con tejados de teja roja y contraventanas de madera. La plaza central tenía bancos de hierro forjado, una fuente que ya no funcionaba, y un parque donde los niños jugaban bajo la mirada silenciosa de los abuelos. Las tardes olían a leña, a tierra húmeda, y a algo más difícil de nombrar: una calma que parecía esconder secretos.

Elena vivía en una de esas casas, justo al final de la calle Mayor, donde el asfalto se volvía grava y los gatos dormían sobre los muros. Profesora de historia en el instituto comarcal, especializada en el siglo XX, su casa estaba llena de libros, mapas enrollados, y carpetas con apuntes que ya nadie consultaba. Vivía sola con su hijo Leo, de nueve años, desde que su pareja se marchó a trabajar a Bruselas y nunca volvió.

Leo era un niño tranquilo, de ojos grandes y pelo castaño que se le alborotaba en la coronilla. Le gustaba dibujar, construir cosas con piezas, y mirar por la ventana durante horas. Su habitación estaba en el piso de arriba, con una cama de madera, una lámpara de escritorio, y una cortina azul que apenas filtraba la luz de la luna. En la pared tenía pegado un póster de planetas, y en la mesilla, una libreta con dibujos que nadie entendía.

—¿Por qué no hay nieve aquí? —preguntó una tarde, mientras miraba por la ventana.

—Porque estamos en octubre, y aquí no nieva tanto —respondió Elena, sin darle importancia.

—En el otro sitio sí. Siempre hacía frío.

—¿Qué otro sitio?

Leo se encogió de hombros.

—No sé. Pero había soldados. Y humo.

Elena lo miró de reojo. No era la primera vez que decía cosas así. Pero siempre lo hacía con naturalidad, como si hablara de recuerdos que no le pertenecían del todo. No le dió importancia, continuó como si nada.

Leo mira un mapa

Todo cambió una madrugada. Elena se despertó sin motivo, como si algo la hubiera llamado desde el sueño. Sentía una intuición. No estaba tranquila, algo estaba pasando. Se levantó a comprobarlo. Subió las escaleras en silencio y se asomó a la habitación de Leo. En una primera impresión, se asustó. Pero luego se dió cuenta de que era su hijo. Lo encontró sentado en la cama, con los ojos abiertos, murmurando algo en voz baja.

—Was ist das für ein Ort? Warum bin ich hier?

La frase la atravesó como una aguja. Alemán. No era una palabra suelta, ni una canción. Era una pregunta. Y la voz de Leo tenía un tono que no le había escuchado nunca. Pero, ¿que hacía Leo hablando alemán? Elena no salía de su asombro. Y sentía miedo...

—Leo… ¿estás bien?

El niño giró la cabeza lentamente, como si despertara de un trance. No respondió. Se acostó de nuevo y cerró los ojos. Elena se quedó en la puerta, sin saber si entrar o salir corriendo. Finalmente, reaccionó y salió cerrando la puerta tras de si.

A la mañana siguiente, mientras preparaba el desayuno, Leo apareció con una hoja en la mano.

—He soñado esto —dijo, entregándosela. Elena, atareada con el desayuno, lo cogió como pudo, y se lo quedó mirando.

Era un mapa. Dibujado a lápiz, con calles, puentes, y edificios. Elena lo miró con atención. No era Valdemira. Ni ninguna ciudad conocida. Era Berlín. Pero no el Berlín actual. Reconoció el trazado por los nombres de las calles, por la disposición de los barrios, por el estilo de los edificios. Era Berlín en los años treinta o cuarenta.

El mapa de Berlin

—¿Dónde lo has visto? le preguntó Elena sorprendida.

—No lo he visto. Lo recuerdo. afirmó Leo, con tranquilidad.

Elena se quedó pensativa un instante, y volvió de nuevo a sus quehaceres con el desayuno. No sabía que pensar. ¿Debía tomárselo en serio, o era una simple ocurrencia de un niño de 9 años?

Elena guardó el mapa en una carpeta sin decir nada. Acabaron el desayuno, y cada uno se fue a su ocupación, al colegio, el, y al instituto, ella.

Esa noche, lo comparó con un plano histórico que tenía en sus archivos. Coincidía. No era un dibujo infantil. Era una reconstrucción precisa.

Volvían sus dudas, no sabía que pensar. Elena llegó a creer que quizá su hijo le estuviera gastando una broma. Pero era una broma muy bien organizada. Y estaba durando demasiado tiempo.

En los días siguientes, Leo empezó a escribir palabras en una libreta. Algunas en alemán, otras en español. Nombres, fechas, símbolos. Elena lo observaba con atención, llegando a la conclusión que debía echar un vistazo a esa libreta, para intentar averiguar lo que su hijo llevaba entre manos. Consiguió revisar la libreta mientras él dormía. Entre los garabatos, encontró uno que la dejó sin aliento: Eva Braun

Elena, consiguió sobreponerse, y se dijo a si misma, que posiblemente Leo haya curioseado en sus libros, y haya sacado alguna conclusión. Miró en la estantería donde guardaba esa materia, y todo permanecía intacto, igual que ella lo solía colocar, incluso el polvo. Allí no había tocado nadie.

—Mamá —le preguntó Leo una noche, con cierta curiosidad—. ¿Quién era Eva?

Eva Braun

—¿Dónde has oído ese nombre? le repreguntó Elena con mas curiosidad aun. Tenía que averiguar lo que le estaba rondando la cabeza a su hijo.

—No lo sé. Me habla en los sueños. Me dice que no tenga miedo.- Le respondió Leo, con cara de indiferencia.

Elena no respondió. Esa noche, no durmió. Sacó alguna dudosa conclusión, y una cierta determinación.

Lo llevó al centro de salud. El pediatra lo examinó, le hizo preguntas, no sacó nada en claro, pero le pareció raro, por lo que le recomendó una consulta con neurología infantil. En el hospital comarcal, los médicos le hicieron pruebas, escáneres, análisis. Físicamente, todo estaba normal. Leo era un niño sano. Pero cuando empezó a hablar en alemán durante una entrevista, el neurólogo se quedó en silencio.

—¿Dónde aprendió eso? —preguntó.

—No lo ha aprendido —respondió Elena—. Lo sueña.

El neurólogo la miró como si dudara de su cordura. Se quedó en silencio. Pensativo. No tenía muy claro que el muchacho estuviera enfermo. Pero se curó en salud y pidió una segunda cita, con un especialista en neurocognición. En esa consulta, Leo dibujó otro mapa. Esta vez, del búnker de Berlín. Con pasillos, habitaciones, y una escalera que descendía. El especialista, sorprendido y escamado, lo fotografió y pidió permiso para compartirlo con colegas en Viena. 

No hubo problemas, pero eso sirvió para que Elena se preocupara aun mas de lo que ya lo estaba. 

Elena empezó a sentir que algo se le escapaba. Como profesora de historia, reconocía los nombres, los lugares, las fechas. Pero como madre, y como mujer de ciencia, se negaba a creer en fenómenos paranormales, almas errantes o memorias heredadas. Pensaba en traumas, en delirios, en alguna forma de esquizofrenia precoz. Pero los médicos descartaban todo eso. Ya o sabía que pensar.

Leo en la plaza del pueblo

Una tarde, mientras paseaban por el parque de Valdemira, Leo se detuvo frente a un banco vacío.

—Aquí no hay nieve —dijo.

—Ya lo dijiste. ¿Por qué lo repites?

—Porque allí siempre había nieve. Y miedo.

—¿Dónde es “allí”?.- quiso saber Elena intentando indagar en su hijo.

Leo se encogió de hombros.

—No sé. Pero todos me miraban raro. Como si esperaran algo. Cosas que me vienen a la cabeza...

Y ahí se acabó la conversación. 

Esa noche, Elena, con todas las dudas en la cabeza, ya no sabía que hacer. No descartaba ninguna opción, y se decidió a investigar por su cuenta. Tomó la iniciativa, y encendió el ordenador. Buscó “niños que recuerdan vidas pasadas”. Encontró artículos, foros, vídeos. La mayoría eran sensacionalistas. Pero uno llamó su atención: un estudio publicado por el Instituto Europeo de Neuroconciencia Transgeneracional. El autor: Dr. Klaus Reiter.

Reiter había documentado casos de niños que conservaban fragmentos de memoria de vidas anteriores. No como recuerdos completos, sino como ecos. Palabras, imágenes, sensaciones. En uno de sus artículos, escribió:

“Algunas almas no olvidan. Algunas almas regresan.”

Elena cerró el portátil. Un ramalazo de inquietud y angustia, recorrió su espina dorsal. Miró hacia la habitación de Leo. Y por primera vez, sintió que la historia que enseñaba en clase… podía estar llamando a su puerta.

Antes de irse a dormir, pasó primero por la habitación de Leo. Lo vio acostado, respirando tranquilo. Todo parecía en calma. Pero justo cuando iba a cerrar la puerta, lo escuchó murmurar:

—Ich habe versagt… Ich habe alles verloren…

No entendía el alemán, pero creyó reconocer el tono. Era el de alguien que se lamenta. O que recuerda una derrota.

Elena se quedó allí, en silencio. Y pensó que quizá, solo quizá, su hijo no estaba solo en su cuerpo. ¿Pero quien...?

Continuará...

La memoria que no muere

¡¡Hasta la próxima!!

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