A veces me viene a la mente un paisaje idílico que podría aparecer en cualquier sueño, pero que también es real en esta España nuestra; los verdes prados, los montes cubiertos de árboles y bosques, algunas ovejas pastando en el verde de las colinas, un cielo despejado, un sol brillante, que deslumbra y alumbra todo el panorama, una carretera sinuosa que atraviesa ese paisaje tan evocador, los pajarillos canturreando y volando de árbol en árbol, las chicharras desgarrándose bajo el sol abrasador del verano, también insectos de toda índole, pululando por el aire, que también forman parte de la naturaleza, de nuestra hermosa naturaleza; todo normal, todo tranquilo.
Pero de repente, esa imagen se ve truncada por el ruido lejano de un motor, y en cuestión de segundos, aparece en la escena un gran autobús Alsa, a una velocidad endiablada, superando con creces el límite de la carretera, y dando verdaderos trompos a causa de las curvas que tiene el asfalto. Al volante, se advierte la figura del chofer, que no es otro que un tal Pedro Sánchez, acompañado de un pequeño grupito de personas, como cinco o seis, azuzando, y animándolo, a que pise más el acelerador. El resto del pasaje están todos agolpados y arrastrados hacia la parte de atrás del autobús, empujados allí por las leyes físicas, y el efecto que produce la velocidad del autocar.
Cuando a un motor determinado, el de nuestro autobús Alsa, lo fuerzas a velocidades más altas de las que el propio motor está diseñado, y las mantienes en el tiempo, se producen ciertas consecuencias nada deseables para el correcto mantenimiento de ese vehículo, como son por ejemplo, desgaste de componentes, rotura de piezas internas, el vehículo vibra excesivamente, el motor se sobrecalienta de una forma exagerada, el aceite motor se degrada mucho antes y pierde eficiencia, se incrementa el consumo, en fin, una serie de circunstancias que hacen que ese motor, o ese autobús en nuestro caso, acabe teniendo una avería muy costosa, o incluso pueda provocársele la destrucción total del motor.
En el ajetreado pulso de la vida cotidiana, la política a menudo se parece a ese autobús que circula a toda prisa por la carretera, mientras que la mayoría de los viajeros mira perpleja desde el fondo del autocar. Se nos bombardea con términos como "progreso" y "avance", que lo que estamos haciendo es ir hacia adelante, ese es el progreso, eso es lo correcto, pero la realidad es que una mayoría de ciudadanos no se sienten parte de ese viaje. Lo que para unos es un rumbo claro hacia adelante, hacia el progreso, para otros es una carrera desenfrenada hacia la nada, que nos aleja de la comodidad y el disfrute de nuestras tradiciones, costumbres y nuestra forma de vida.
No se trata de estar en contra de los cambios, sino de la forma tan rápida en que se están produciendo. La gran mayoría de los españoles no se opone a la evolución, sino a la revolución impuesta. Queremos avanzar, sí, pero con pedagogía, con un ritmo que permita que las conciencias se adapten, que la sociedad asimile los nuevos conceptos de forma natural y no a golpe de leyazos que se sienten como imposiciones, y muchas veces ni siquiera son necesarias. Y lo que sentimos como imposición, genera confrontación.
La confrontación, lejos de solucionar problemas, los agrava. Cuando se favorecen ciertos colectivos minoritarios de forma tan radical, ignorando las sensibilidades de la mayoría, la reacción es inevitable. No es odio, es una respuesta natural al sentirse acorralado, a ver cómo las costumbres y valores de toda la vida se cuestionan y se quieren borrar de un plumazo.
Estamos viendo cómo se legislan a favor de pequeños grupos de interés, las asociaciones feministas, los colectivos LGTBI, etc, y se hace de forma tan imperativa que, sin quererlo, se genera un choque con las mayorías. No es que estemos en contra de esos cambios, sino de la velocidad a la que se están produciendo.
Lo mismo sucede con el medio ambiente. El respeto a la naturaleza es algo que está en nuestro ADN, en nuestra forma de vida rural. La gente del campo quiere ver sus montes limpios y sus ríos sanos, pero no entiende por qué se imponen políticas que prohíben la limpieza y el mantenimiento tradicional, ignorando la sabiduría de quienes han cuidado la tierra por generaciones. El resultado, a menudo, es el desastre: incendios e inundaciones que se podrían haber evitado, o al menos minorado, con una gestión sensata y moderada, no con imposiciones ideológicas.
El panorama político se ha convertido en un campo de batalla de minorías, donde los nacionalismos y otros movimientos minoritarios se usan para dividir y enfrentar a la gente. En lugar de unirnos en lo que nos identifica, se nos incita a la división en nombre de una identidad que muchos no reconocen.
También la política migratoria, es cuestión de debate en la calle, pues está llegando tanta gente, de tantas y diversas culturas, o religiones, que una mayoría de ciudadanos está percibiendo que se está diluyendo lo nuestro, nuestra cultura, nuestra tradición, nuestras costumbres. Y sin quererlo, ese hecho, produce tensiones hacia los “culpables” de esa situación. Si además de eso, se percibe cómo se favorece a los que vienen de fuera, y al mismo tiempo, se observa también un retroceso de lo patrio, de lo nuestro, pues entonces ese es el combustible que necesitan ciertos sectores para provocar escenarios no deseables, como revueltas o panfletos contra el inmigrante. Y lo que es peor, esa sensación generalizada de aversión hacia ellos.
El tema de la seguridad ciudadana también es un tema que preocupa y mucho a los españoles. ¿Por qué está creciendo tanto la delincuencia? ¿Por qué nos sentimos mucho más inseguros ahora que hace unos cuantos años? En este tema de la inseguridad, estamos avanzando más hacia algunos países hispanoamericanos, que hacia Europa. ¿No se supone que el progreso nos debe proporcionar mas seguridad, como en el resto de países europeos? Porqué nos estamos pareciendo más a países como Venezuela, o México, o Colombia? Dicho sea con todos los respetos hacia esos países. Por favor, no se me malinterprete.
¿Y el asunto de la ocupación? Digan lo que digan nuestros gobernantes, de que es un problema muy minoritario en todo el país, yo no puedo evitar preocuparme o incluso asustarme, cuando salgo de mi casa por unos días, porque me da por pensar que al volver, me voy a encontrar a alguien metido en ella. Todos los días salen en la televisión, ejemplos de ocupaciones, no será tan minoritario el problema... ¡digo yo! ¿Quién hizo esas leyes que favorecen la ocupación? ¿Quién hizo esas leyes que impiden que se pueda sacar a un ocupa de tu casa en el momento? A mi que me lo expliquen.
Incluso la política laboral de estos últimos años está siendo cuestionada por amplios sectores de la sociedad, empresarios, autónomos, jubilados, incluso muchos trabajadores, que ven como para salir de esta situación económica tan precaria para los ciudadanos, lo que hay que hacer es trabajar más, y no menos como pretenden nuestros gobernantes.
Al final del día, la mayoría de los ciudadanos se preguntan: ¿qué hay de nuestra identidad? ¿De nuestras tradiciones y costumbres, que son tan nuestras, con sus virtudes y sus defectos? No queremos que nos las quiten a golpe de decretos. Queremos una evolución tranquila, no una revolución impuesta.
Esa es la explicación de porqué de toda esa mayoría silenciosa de españoles, de ciudadanos, se está buscando posiciones políticas más conservadoras, incluso radicalmente conservadoras, donde ven identificadas las defensas de todos esos valores nuestros de toda la vida, costumbres, tradiciones, seguridad, identidad, etc...
Por eso, si se produjera ese cambio tan brusco en la sociedad española, lo que algunos llaman “retroceso”, muchos lo vemos como un ajuste, un frenazo prudente. Es como si el velocímetro de la sociedad se hubiera vuelto loco y ahora, por simple instinto de supervivencia, buscamos pisar el freno. La verdadera mayoría, la que vive en el día a día, con sus preocupaciones y sus anhelos, lo que pide no es dar marcha atrás, sino simplemente ir a un ritmo en el que todos podamos seguir el paso. Un ritmo que permita que la convivencia, el respeto y el sentido común, vuelvan a ser la brújula de nuestra sociedad.
Nuestro autobús Alsa, indefectiblemente, debe reducir la velocidad, o incluso frenar, y parar, para que el motor descanse, y recupere su temperatura normal; el viaje debe continuar en unas condiciones más relajadas, más tranquilas, más despacio y a la vez más seguro; y los pasajeros podrán recuperar su asiento, su tranquilidad y su paz. Si para eso hay que despedir al chofer, pues llegado el momento, se le despedirá.
Creo, sinceramente, que España se lo merece.
¡¡Hasta la próxima!!
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